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De la cancha a la medialuna, un encuentro inolvidable

De la cancha a la medialuna, un encuentro inolvidable
Revisa esta columna de opinión de Elizabeth Kassis.
Autor: Por Elizabeth Kassis S. (@elizabeth.kassis) para The Best Chile

Hay días en que el campo chileno se convierte en aula, y los caballos en profesores. Hace muy poco, tuvimos la alegría de recibir a un grupo de cadetes de fútbol de 13 años —todos llenos de energía, risas y una sana curiosidad— que llegaron desde la ciudad para pasar una jornada distinta en el Haras Santa Ana de Melipilla. La iniciativa nació del entrenador del club Palestino, quien quiso regalarles a sus alumnos una experiencia que no solo fortaleciera los lazos del equipo fuera de la cancha, sino que también los acercara a las raíces de nuestra tierra, nuestra cultura y, por supuesto, nuestros caballos. 

Y qué experiencia fue. Bajo un sol amable y un cielo limpio, los muchachos recorrieron seis estaciones diseñadas especialmente para combinar aprendizaje, interacción y diversión. Más allá de la actividad puntual de cada estación, lo más notable fue observar cómo, poco a poco, estos jóvenes se iban transformando. Llegaron como citadinos inquietos, y se fueron con un pedazo de campo metido en el alma.

La primera parada fue en la medialuna, donde los esperaba un grupo de nobles caballos chilenos. Aquí, la consigna era acercarse sin miedo, aprender a conocerlos, a tocarlos, y si se atrevían, a montarlos. Para la mayoría era la primera vez. Solo cinco de los veintisiete habían estado alguna vez arriba de un caballo. Al principio, muchos se acercaron con timidez, pero bastaron unos minutos para que las risas reemplazaran a las dudas, y los cascos de los caballos marcaran el ritmo de una confianza nueva que se iba despertando.

En otra estación, los cadetes conocieron de cerca tres razas diferentes: los chilenos, orgullosos representantes de nuestra historia; los árabes, refinados, elegantes y llenos de energía; y los frisones, verdaderos gigantes negros de movimientos armoniosos. Fue muy gratificante ver cómo, después de una breve explicación, los niños eran capaces de identificar cada raza con seguridad. No era solo una clase de caballos: era una lección de observación, respeto y conexión.

La veterinaria del haras los esperaba en la estación de crianza. Allí, una potranca recién nacida junto a su madre se robaron todas las miradas. Algunos niños, al principio, no se atrevían ni a tocarla. Pero en cuanto vieron su delicadeza, su suavidad y su ternura, no hubo quien no se emocionara. Uno de los cadetes incluso comentó: “Es como ver nacer algo nuevo… algo limpio.” En un mundo saturado de pantallas, ese contacto directo con la vida en su forma más pura fue, sin duda, una caricia para el alma.

El maestro herrador los esperaba con clavos, herraduras y un caballo paciente. No hay que ser jinete para entender que el herraje es un arte. Y ver a los niños tan atentos, tan fascinados por algo que quizás nunca habían considerado, fue una de las imágenes más bonitas del día. Se les habló de la importancia del cuidado de las patas, del respeto al animal y de la precisión del trabajo. Muchos miraban como si estuvieran descubriendo un universo nuevo, más allá del balón y las redes.

La estación de paseo en coche tirado por frisones fue, sin duda, una de las más divertidas. Subirse a un carruaje antiguo, sentir el ritmo del trote, el crujir de las ruedas sobre el camino de tierra, y mirar el campo desde esa perspectiva fue, como dijeron varios, “como estar en una película”. Algunos cerraban los ojos para absorberlo todo, otros grababan con sus celulares… todos sonreían.

Finalmente, la estación de limpieza de pesebreras no fue menos significativa. Aquí, los niños comprendieron que cuidar caballos no es solo montarlos. Que hay trabajo, esfuerzo y responsabilidad detrás de cada crin brillante y cada galope elegante. Aprendieron con humor, con humildad, y sobre todo, con ganas.

Más allá de lo que cada estación enseñó, lo que se vivió en el Haras Santa Ana ese día fue una clase de vida. Porque la educación no solo se da entre pupitres. Porque un caballo enseña más que mil libros cuando se le mira a los ojos. Porque entender el valor del trabajo, de la naturaleza, del respeto animal y de nuestras tradiciones es una parte esencial de formar a los ciudadanos del mañana.

Y porque —seamos sinceros— ver a un grupo de adolescentes urbanos fascinados con el campo, el barro, los caballos y la vida simple… eso, simplemente, no tiene precio.

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